Tuve la fortuna de hacer parte de los debates y aprobación de la Ley 100 hace 25 años y recuerdo las intensas discusiones que suscitó su articulado por parte de las diferentes bancadas, particularmente en el seno de las Comisiones Séptimas. Su aprobación no fue fácil debido a que las materias del proyecto eran polémicas, complejas, sensibles para la ciudadanía y tenían un alto contenido ideológico. En efecto, se formaron dos coaliciones, la de los partidos tradicionales y la de otros sectores, principalmente de izquierda, cada una con una visión distinta de la sociedad y de lo que debería hacer el país en materia de seguridad social.
Los tradicionales sostenían que podría existir un aseguramiento social con sentido de equidad y de solidaridad y que simultáneamente podría buscarse el concurso de los privados y públicos en su operación, lo cual no significaba la privatización de la seguridad social porque esta debería continuar siendo una función del Estado a través de un sistema público, en el que la financiación sería mixta, por medio de contribuciones de los trabajadores formales y los empleadores y subsidiada con impuestos generales para quienes recibirían subsidios. Los sectores contrarios preferían un sistema completamente público. Al final se impuso la línea que podría denominarse de centro derecha en donde el ponente principal, senador Álvaro Uribe, jugó un papel definitivo. En numerosos artículos hubo necesidad de negociar y transar para llegar a textos acordados por la mayoría.
Debe señalarse que la Ley 100 terminó siendo construía sobre dos pilares ideológicos no antagónicos: la recién aprobada Constitución de 1991 que obligaba al Estado a asumir importantes responsabilidades en la seguridad social y la tendencia económica del momento que favorecía la participación fuerte del sector privado en aquellos servicios donde este lo pudiera hacer bien, o incluso mejor que el propio sector gubernamental, línea llamada por muchos “neo-liberal”.
Originalmente el proyecto presentado por el gobierno del entonces presidente César Gaviria se refería exclusivamente al tema pensional y de riesgos laborales y durante la discusión un grupo de congresistas, entre los cuales me incluyo, pensó que estaban dadas las condiciones para ampliar la discusión a otros aspectos de la seguridad social, incluso al tema de protección social. Finalmente, llegamos a un acuerdo con el gobierno para presentar un articulado adicional referido a la seguridad social en salud y se decidió no incluir el área de protección social, lo cual al final fue una lástima. Además del senador Uribe, fue importante la tarea de los ministros Londoño, de salud y Ramírez de trabajo. Después de casi un año de debates y análisis se aprobó la Ley 100 que se ha convertido en una norma legislativa clave en la seguridad social.
Transcurridos 25 años los resultados y el impacto de la Ley son distintos entre pensiones y salud, aunque en ambos casos los cambios fueron profundos. En mi opinión resultaron más impactantes los cambios introducidos al sistema de salud que los de pensiones, principalmente por las coberturas alcanzadas: en salud tenemos actualmente cobertura universal con equidad y subsidios cruzados entre los más pudientes y la población pobre, mientras en pensiones la cobertura real alcanzada no llega a la tercera parte de la población en edad laboral. A pesar de los enormes logros en salud, debido a la dinámica del sector (envejecimiento, judicialización, costos crecientes de las tecnologías) ha sido necesario ajustar frecuentemente las disposiciones de la Ley 100. En pensiones, un tema de largo plazo, se han hecho algunos ajustes menores a parámetros como la edad de jubilación y las semanas de cotización, pero la estructura basada en dos subsistemas, uno de aportes definidos y otro de beneficios definidos, es decir el de ahorro individual frente al de prima media se mantienen.
Al recorrer el cuarto de siglo del nuevo sistema de aseguramiento en salud tenemos el siguiente panorama: el sistema ha madurado en cuanto a su regulación, bastante exhaustiva, al desarrollo institucional y al mejoramiento de sus operadores, principalmente los privados; los grandes aseguradores públicos como el Seguro, Cajanal y Caprecom desaparecieron mientras surgió una gran cantidad de agentes privados, entre aseguradores y prestadores; la red de servicios se extendió por todo el territorio, aunque mucho más en las ciudades grandes e intermedias, lo cual significa que la oferta de servicios es mucho mejor en las grandes zonas urbanas; la población fue aprendiendo a utilizar la atención ofertada y el concepto de derecho fundamental se arraigó, principalmente por el uso extenso del derecho de amparo, o tutela; se amplió considerablemente el número de profesionales y técnicos gracias a que una mejor financiación permitió la incorporación de miles de nuevos médicos, enfermeras y otros.
El equilibrio financiero en salud se logró en los primeros 10 años de operación de la reforma, pero a mediados de la década del 2000 se alteró la ecuación y el sistema empezó a experimentar un efecto de déficit repetido y de insostenibilidad hacia el futuro, que hasta ahora no ha podido ser solucionado. La demanda por servicios médicos ha crecido considerablemente, debido principalmente a que hoy la población mayor de 65 años supera el 10% del total, lo cual ha producido un cambio en la carga de enfermedad con un aumento considerable de las enfermedades crónicas, acompañado del ingreso de nuevas tecnologías de alto costo, las cuales han llegado a representar casi la cuarta parte del gasto sanitario. A la vez, el paquete de beneficios, al principio limitado se ha ampliado, particularmente a raíz de lo que ordena la Ley Estatutaria que definió una cobertura de prestaciones explícita, casi infinita. Otro factor de aumento del gasto lo constituye la igualación de los planes de beneficios entre el régimen contributivo y el subsidiado y la ampliación de la población de este último régimen que paso de 4 millones de personas al comienzo del milenio a más de 22 millones actualmente.
A pesar de los logros en cobertura y en protección del bolsillo de las personas, se observa una falta de confianza y de respaldo de la población hacia el sistema, no solo por fallas de calidad en cuanto a oportunidad y humanización de la atención, sino también por el exceso de trámites administrativos, falta de continuidad y por la fragmentación de servicios. Otro hecho que ha causado desconfianza es la aparición de numerosos focos de corrupción, debido tal vez a los cuantiosos recursos que se manejan de una manera descentralizada y a las debilidades en el control de los flujos monetarios en una red amplísima.